Escaparate por Mario Barrera Arriaga
Si como Guillermo O’Donnell define transición como “el cambio de un régimen político a otro”, entonces podríamos conceder razón a José Woldenberg cuando en sus más recientes obras afirma que la transición política mexicana se consumó en el año 2000, con el advenimiento del Partido Acción Nacional al poder derivado de la alternancia. Sin embargo, si nos atenemos al concepto de democracia acuñado por Giovanni Sartori, muy cimentado en el de Abraham Lincoln como “gobierno del pueblo”, entonces concluiremos que falta mucho para considerar que nuestro país ya superó las tentaciones autoritarias.
Y es que el cambio político de un régimen a otro en una transición no necesariamente significa que desemboque en la democracia.
Una de las muestras de que México efectivamente tuvo una alternancia en el poder, pero que esta no se tradujo en mayores y mejores niveles de democracia, queda manifiesto no sólo en el regreso del Partido Revolucionario Institucional al poder, sino en la serie de medidas emprendidas en estos primeros casi cuatro años de gobierno.
Efectivamente, en lo administrativo, el camino de nuevo a la centralización de facultades y atribuciones emprendido por el actual régimen ha quedado manifiesto con las nuevas reglas de canalización y fiscalización de recursos a entidades federativas y municipios, lo mismo que en el manejo de programas, como la adquisición de medicinas, entre otros, y próximamente en materia de educación.
Se puede conceder en el hecho de que gobernadores y alcaldes han utilizado estos programas para financiar otros programas, inflar costos o simplemente malversarlos. Pero en términos reales eso se resuelve simplemente con las sanciones correspondientes a los funcionarios locales responsables.
Otro de los ejemplos claros queda manifiesto con la serie de reformas estructurales de segunda generación emprendidas por la actual administración. Ciertamente, de manera general, si se las analiza se puede decir que en lo general hubo grandes avances en el terreno constitucional, pero que en las legislación secundaria se dieron pasos hacia atrás y se pusieron y numerosas condicionantes para su aplicación.
Pero de fondo, tratándose de reformas que impactan a más de 115 millones de mexicanos, ¿se consultó a los sectores involucrados sobre la pertinencia y contenido de las reformas? La respuesta es no.
Eso explica las movilizaciones no sólo en contra de la reforma en materia de educación. Y no es porque los mexicanos estemos de acuerdo en que se solape a los maestros-vándalos que no trabajan, sino porque de fondo, lo que se pretendía era simplemente un cambio a nivel administrativo para domar a este monstruo –sin mucho éxito hasta ahora- y jamás se habló de la indispensable evaluación de las autoridades y, de fondo, mucho menos de la modernización de los contenidos, de las tecnologías y técnicas de enseñanza-aprendizaje, cuando incluso en el propio Distrito Federal existen escuelas en deplorables condiciones.
Frente a las decisiones cupulares, ¿podemos hablar de gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo?
De cara a un “Pacto por México”, ¿efectivamente podemos decir que es democracia cuando sólo son unos cuantos los que deciden sobre cuestiones torales para la nación, sobre todo si consideramos que de los más de 90 puntos que contenía sólo se cumplieron 11, precisamente los que al titular del Poder Ejecutivo Federal le importaban?
Efectivamente, nuestro país se halla inmerso en un proceso interminable de transición en el mejor de los casos. Y si concedemos razón a Woldenberg en el sentido de que con la alternancia en el poder se terminó el período de transición, resulta que el proceso de liberalización política igualmente avanza a paso de tortuga, si por ella entendemos la concesión a cuentagotas de algunas garantías para la sociedad, para que el régimen pueda respirar y disponga de mayores márgenes de maniobra, pero que no inciden en el resultado ni alteran los planes cupulares.
Mucho hace que en México debimos dar el salto de la democracia representativa a la democracia participativa. Y aunque las figuras jurídicas de consulta popular, plebiscito, referéndum y revocación de mandato existen en nuestra legislación, aplicarlas es casi imposible. La reforma político electoral de diciembre de 2014 sólo avanzó en dos aspectos: las candidaturas independientes a un alto costo para hacerlas posibles, y en la muy dudosa valía de la reelección de legisladores locales, federales y alcaldes, que sólo conviene a la clase política hoy vigente.
Si la transición política mexicana formalmente inició en 1977 y según Woldenberg culminó en el 2000, el proceso de liberalización lleva ya 15 años, no es satisfactorio y mucho menos apunta a la democracia, al gobierno del pueblo.